A modo de epílogo. La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
Jaime Vives-Ferrándiz Sánchez
Carlos Ferrer García
2012
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A MODO DE EPÍLOGO
LA GESTIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO
DESDE UN PARADIGMA CRÍTICO
Jaime Vives-Ferrándiz Sánchez y Carlos Ferrer García
La arqueología ha vivido en los últimos decenios cambios que la acercan a
una práctica crítica, comprometida con los objetos que estudia, la historia
en la que se enmarca y la comunidad que le da valor. Como sucede con
otras ciencias sociales, esta (nueva) arqueología se ha ido desprendiendo
de la pretendida y peligrosa asepsia de la objetividad científica. Su ejercicio conlleva una ineludible responsabilidad social sobre la base, entre
otros conceptos, de la democracia cultural y del sentido crítico que otorga
el acceso al conocimiento. Particularmente al conocimiento histórico que
enriquece y aporta herramientas y capacidades para entender la realidad.
De estos cambios surge un nuevo marco de relaciones entre los agentes
de la cultura que exige nuevas formas de abordar nuestro trabajo. Los organizadores de las jornadas que han dado lugar a este libro somos trabajadores
de un museo arqueológico fundado hace más de ochenta años cuya labor
ha corrido paralela al signo de los tiempos, indisociable del contexto social
en el que se desarrolla el trabajo: desde el elitismo de la conservación y la
investigación dirigida a unos pocos –porque solo unos pocos consumían arqueología o patrimonio- a la apertura a la sociedad, bajo la forma de museo y
yacimientos abiertos al público. Pero el proceso de transformación prosigue,
como lo hace la sociedad. Creemos en la necesidad de reflexionar y debatir
sobre las relaciones entre la sociedad y la arqueología, entre el patrimonio,
los museos y el territorio. Estas relaciones cambiantes no se pueden ignorar y
demandan un posicionamiento ético, definido y firme con la cultura material
y con la sociedad.
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JAIME VIVES-FERRÁNDIZ SÁNCHEZ Y CARLOS FERRER GARCÍA
ARQUEOLOGÍA Y SOCIEDAD. ¿DE QUIÉN ES EL PATRIMONIO?
Partimos del reconocimiento de que la arqueología es parte de la historia y
una práctica intelectual en la que el investigador es una variable importante.
Los valores y la subjetividad del investigador se enmarañan, primero, con sus
hipótesis de trabajo y luego con su discurso. Es imposible producir nada fuera
del contexto político e histórico en que se sitúa el profesional. Su agenda de investigación está mediada, en un grado alto, por su posición social, los tiempos
en que ha vivido y sus intereses. No ser consciente de ello convierte al arqueólogo en un transmisor acrítico de los valores de los dominantes (que normalmente no coinciden con los de la mayor parte de la gente), y que, por tanto,
contribuye a la perpetuación de un sistema de pensamiento conservador. De
ahí la importancia de que el investigador se reconozca como variable y asuma
su responsabilidad en la transmisión de valores como el rigor, la autenticidad,
la coherencia y la honestidad, a través del respeto a la cultura y a la comunidad.
Es pertinente enmarcar esta visión de la arqueología en un movimiento más
amplio de la sociología de la ciencia, que es crítico con una visión externalista
de la práctica científica y adopta, en cambio, una visión internalista de la disciplina. Según esta última perspectiva la ciencia no está al margen de la realidad y
el proceso de conocimiento no sigue una evolución lineal hacia la verdad. Esta
corriente evalúa la legitimidad que tienen las afirmaciones científicas en cada
momento, lo que coloca al analista, al observador, al científico, en el mismo
campo de análisis de la disciplina (y no fuera) y su objetivo es explorar cuáles
son las posibilidades de acción y de aceptación de cada discurso dentro de ella.
Volviendo al patrimonio arqueológico, está compuesto por la cultura
material del pasado (remoto o reciente), sustanciada a través de relaciones
de poder. El patrimonio no es sólo el pasado materializado; son procesos y
relaciones entre el presente y el pasado y entre la gente del presente. En el
caso de la historia, los intereses de todos los grupos implicados en la descripción, uso y control del pasado deben ser puestos de manifiesto ya que
ante una interpretación hay que analizar qué historia se cuenta (y cuál no),
quién se representa (y a quién no) y qué memoria se transmite (y cuál se
silencia). De hecho, el patrimonio habla de la selección de un pasado y de
las relaciones entre los grupos de interés que conlleva la imposición de una
visión hegemónica de éste y de la práctica arqueológica. En cierta manera,
en el patrimonio arqueológico están materializadas las relaciones de poder
en base a apropiaciones y ordenaciones del relato de los orígenes.
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
Por ejemplo, en arqueología el protagonismo lo ha tenido tradicionalmente
el discurso unidireccional del investigador, pero la gestión del patrimonio debe
dirigirse hacia una interacción de los profesionales con otros agentes y con los
públicos de la arqueología (v. p. 136 de este libro). No hay patrimonio sin sociedad que otorgue valor a unos objetos o prácticas como tal. No lo hay, pues, sin
público, sin receptores, ni actores. Ello relativiza el papel del experto, en este
caso el arqueólogo, como único responsable en la construcción del patrimonio,
ya que se pone de manifiesto que está inmerso en el mismo proceso de generación y consumo de conocimiento. Así pues, aquel patrimonio que identifica
y cohesiona una comunidad es una construcción compleja en la que participa
el pasado materializado en los objetos, desde una semilla hasta una tumba o
un palacio, el colectivo de expertos que lo investiga y gestiona, y la sociedad a
la que pertenecemos y en la que desarrollamos nuestras relaciones laborales.
El discurso sobre el pasado puede acentuar los elementos que nos identifican y cohesionan como grupo al compartir un pasado común. Puede también convertirse en un instrumento de coerción simbólica que preserva y legitima estructuras sociales injustas. Pero, desde un enfoque crítico, creemos
que la arqueología debe ser, ante todo, un instrumento para la reflexión y
la acción social en varias esferas, desde la transformación del pensamiento
(educación) hasta cuestionar el presente. Por un lado, y como parte del estudio de la historia, la arqueología nos abre la puerta a otros modos de hacer las
cosas, y al hecho de que otras realidades sociales han existido antes y de que
ninguna es inmutable. Puede darnos las herramientas para cuestionar el presente, que es resultado de un proceso no casual. También puede relativizar el
lugar de la sociedad occidental en el mundo (v. p. 7 ss.) o el de nuestra propia
experiencia como individuos y concluir que, como dijo P. Bourdieu, el sentido
común es el menos común de los sentidos. En definitiva, nos permite adoptar
una postura crítica ante nuestro entorno social, cultural y económico. Paralelamente, la arqueología puede ser una ventana a las experiencias humanas
silenciadas de las grandes narraciones históricas al ser una disciplina histórica que trata con una documentación particular: materiales mundanos, cosas destinadas al olvido, deshechos que no han preocupado a nadie (de otra
manera nunca se habrían convertido en registro arqueológico). Y finalmente,
aunque no menos importante por ello, la arqueología permite reflexionar sobre los límites del conocimiento y del método científico (v. p. 142 y 147-150).
La dimensión material del trabajo arqueológico es un magnífico recurso di-
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JAIME VIVES-FERRÁNDIZ SÁNCHEZ Y CARLOS FERRER GARCÍA
dáctico para tratar estos temas por la importancia de las condiciones materiales en todas las experiencias del ser humano. Es por ello un instrumento
útil para la educación, lo que viene a su vez a reforzar el desarrollo del sentido
crítico (v. p. 154).
Escoger temas de creciente interés social o contrahegemónicos como objeto de atención es un modo de abordar el trabajo arqueológico desde un enfoque crítico. Es obvio que es muy diferente construir un discurso histórico
desde un paradigma que privilegie la estabilidad social que hacerlo desde la
idea de que las culturas no son homogéneas y están mediadas por relaciones
de poder. En este sentido, el género o los movimientos de población son dos
temas estrella de nuevas miradas al pasado. Para el primero, es indiscutible
el protagonismo que, en las últimas décadas, tienen los estudios de género
en las ciencias sociales y, particularmente, los estudios sobre las mujeres.
En este caso se hace evidente la estrecha relación entre presente y pasado:
desentrañar los procesos a través de los cuales se construyen roles y, sobre
todo, hacer presente a las mujeres en las narrativas sobre el pasado, en concordancia con la atención que tienen en el mundo contemporáneo. Lo mismo sucede con otros estudios más recientes que estudian otros géneros más
allá de la heteronormatividad. En cuanto a los movimientos de gente, que
haya un interés creciente por las experiencias migratorias y la interacción
cultural en el pasado no es casual. La transformación social a raíz de las,
cada vez más intensas, dinámicas migratorias del mundo contemporáneo
alimenta sin duda nuestra mirada al ayer, porque abre la puerta a cuestionar
qué pasó en otros casos históricos y cómo la gente se enfrentó a estas situaciones o como construyó materialmente su universo al desplazarse de un lugar a otro. Se trata de no olvidar que el pasado y el presente están asociados.
Pero, ¿qué lugar ocupa realmente este interés social por el pasado en la
sociedad contemporánea? Ruiz Zapatero argumenta que aún hay pocos estudios para valorar hasta qué punto seduce, despierta curiosidad, parece interesante o es divertido, o tiene reconocimiento social, etc. Pero su presencia
es creciente en el espacio público, así lo vemos en las innumerables novelas,
películas, revistas, ensayos o documentales que abordan el tema (v.p.32). Hay
un valioso potencial, la audiencia está escuchando, los receptores están dispuestos. Pero con todo, la comunicación es difícil. Un gran problema es que
no conocemos apenas qué piensa la gente de la arqueología (v. p. 42 y 44-55).
Es necesario pues aproximarse a la variable públicos, en plural, tan intensa-
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
mente como a los objetos. Así, a partir de este conocimiento crear mensajes
adecuados y adaptados a cada segmento social. Surge así la necesaria pluridisciplinariedad que integra a diversos profesionales, entre ellos el arqueólogo, en el trabajo de comunicar el pasado.
EL MUSEO ARQUEOLÓGICO. UN ESPACIO PARA COMPARTIR
En este panorama, el museo arqueológico es un espacio de encuentro donde
la sociedad interactúa con el pasado. No es el único. Hay otros lugares donde
esta conexión con el pasado, remoto o presente, también se da y cuya valoración adquiere la forma de memoria social, de cartografía mental del tiempo.
Pensemos en los monumentos públicos o en quien cree cada persona o colectivo que son sus antepasados. Nosotros nos centraremos aquí en el papel
del museo arqueológico, que es donde desarrollamos nuestro trabajo, como
institución donde se ordena, conserva e investigan retales del pasado en forma
de objetos que se presentan como una narración para la comunidad. Ello exige
ser consciente de la responsabilidad de los valores transmitidos en mensajes
y discursos que se fundamenten en decisiones éticas bien definidas porque se
puede contribuir a la transformación de conciencias y de pensamientos.
En el camino hacia una arqueología como acción social frente a aquella
encriptada en sí misma, el museo ocupa una posición privilegiada por su relación cotidiana con los públicos, más sin duda que otras instituciones, como
la propia universidad, o los entes gestores administrativos. El museo es la
sede del patrimonio, donde las relaciones que le dan forma se sustancian (v.
p. 79). Es un órgano cultural de la comunidad y sus trabajadores son agentes
culturales en cuanto que tienen capacidad de transformación de la sociedad.
Con todo, no es un centro cultural al uso, ya que su función está íntimamente
relacionada con la cultura material que preserva y difunde. Pero nada más
lejos de nuestra visión que la del modelo de museo como almacén, como sede
de los objetos descontextualizados y sacralizados, que carece de compromiso
con la sociedad, y que transmite una historia “aséptica”, conservadora, que la
adormece. No por ello quedan desechadas o postergadas las funciones que
siempre lo han caracterizado: la conservación y el estudio de los elementos
patrimoniales. Antes de comunicar es importante tener algo que comunicar,
y ser riguroso con el conocimiento o el estado de la cuestión sobre un asunto.
Para ello es fundamental la investigación. Es aquí donde los conservadores de
museo adquieren su función en la construcción del patrimonio.
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JAIME VIVES-FERRÁNDIZ SÁNCHEZ Y CARLOS FERRER GARCÍA
A pesar de los cambios, todavía hoy muy frecuentemente el patrimonio
arqueológico sigue estando en manos solo de expertos. Pero si el patrimonio se define a partir del valor otorgado por la sociedad, no cabe más que la
corresponsabilidad. De hecho, el vínculo con la sociedad legitima al museo
liberándolo de uno de sus pecados: el del sometimiento al poder cuya expresión más obvia y actual es su instrumentalización por parte de las clases
dirigentes en forma de intervenciones “modernizadoras”, de gran coste, que
han convertido a algunos museos en fachadas, hitos, mausoleos en honor del
político de turno. No estamos diciendo que la política quede al margen de las
decisiones sobre el patrimonio. De hecho, defendemos la necesidad de tener
una política de acción definida respecto al patrimonio. Nos referimos a que
la sumisión al poder desvirtúa completamente el sentido de un trabajo en el
museo comprometido con la historia ya que niega la posibilidad de construir
discursos contrahegemónicos. Podemos considerar esta falta como un pecado original, ya que todos los museos han nacido en mayor o menor medida
con este estigma, pero ello no es óbice para superarlo, y es particularmente
sencillo cuando se trata de museos con una larga historia.
Ya hemos señalado que el museo lo es en tanto que utiliza el objeto, la
cultura material, como instrumento que materializa la historia y construye el
patrimonio. Como subraya Ballart en su reflexión, los objetos son emisarios
y viajeros del tiempo (v. p. 104), testigos de su uso por parte de las personas
que los crearon y por parte de los que las usan en la sociedad contemporánea.
Los atributos de belleza o rareza que otorgamos a algunos objetos sin duda
les confieren valor añadido, pero cabe destacar que el objeto de museo tiene
valor en cuanto que es producto de la creación humana. Es interesante ver
cómo la consideración de patrimonio está imbuida de valor, y por ello es contingente, cambiando con el tiempo. Consideremos, por ejemplo, los restos
bioarqueológicos, obviados tradicionalmente de muchas narrativas históricas, e ignorados –y esto es más grave– en los protocolos de excavación como
cultura material a documentar y a conservar.
El valor del objeto para un arqueólogo se acrecienta enormemente si se
conoce el contexto de procedencia, de donde se obtiene mucha información,
se establecen asociaciones y relaciones espacio-temporales entre los objetos,
en secuencias históricas. La mayor parte de las colecciones del Museu de Prehistòria han procedido, desde su fundación, de trabajos de campo de sus propios miembros, lo que confiere un valor añadido a sus colecciones. Se pensó
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
así ya en 1927, lo cual es una concepción de museo ciertamente de vanguardia
para aquellos años. El valor añadido de sus colecciones también reside en la
continuidad de la investigación que hoy en día se desarrolla en el museo en
algunos de los proyectos abiertos entonces (por ejemplo, en la Bastida de les
Alcusses o en la Cova del Parpalló).
Dejando claro que el contexto lo es todo para la arqueología, podríamos
estar de acuerdo en que ya pasó el tiempo de los gabinetes de curiosidades.
Los anticuarios, las galerías y los museos de arte tienen una función ajena a la
del museo que aquí defendemos. Desde esta perspectiva no tiene sentido adquirir objetos no contextualizados, ni mucho menos aquellos envueltos en la
grave duda del expolio o en la sombra del comercio de antigüedades. No sólo
por no ser respetuoso con esos mismos objetos ni con sus legítimos depositarios, sino por fundamentarse en una práctica ajena a la responsabilidad que
los profesionales del museo tienen con el patrimonio y el registro arqueológico, y por contribuir indirectamente al ciclo de destrucción de los yacimientos.
La exhibición del objeto es la forma por excelencia que tiene el museo para
comunicar conocimiento. No es la única, pero es la que uno espera al entrar a
un museo: ver cosas del pasado. Lo que ocurre es que existe la propensión a aislar el objeto, a sacralizarlo, a través de una ambientación y distancia: no puede
separarse tanto del visitante que no pueda acceder a información relevante. No
debemos renunciar a comunicar a través de todas las “sensaciones” que transmiten los objetos (olor, sonido, tacto, sabor). A uno de nosotros le instruyeron
con percepciones sensoriales, altamente subjetivas, durante los primeros años
en que se formaba como arqueólogo. No era raro oír que la cerámica ibérica
tiene un característico “sonido metálico” para distinguirla de otras cerámicas; o
que algunas producciones de barniz negro se reconocen por el “tacto jabonoso”
de su barniz; o que ciertas cerámicas romanas tienen la superficie rugosa como
la “piel de naranja”. Si la subjetividad que nos transmiten los sentidos funciona
en la esfera del inventario ¿por qué no lo va a hacer con los visitantes? ¿Por qué
no dejar que los objetos transmitan sensaciones físicas poderosísimas? Esto
no se puede hacer con todos los objetos, obviamente, pero los depósitos de los
museos están llenos de fragmentos y piezas que pueden ser tocados sin riesgo
a perderlos del elenco de bienes muebles del patrimonio.
Los museos de sitio, los yacimientos arqueológicos visitables, son también cultura material y de igual modo se ven afectados por el desarrollo de
modelos de presentación inconsistentes. Es frecuente que, como resultado
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JAIME VIVES-FERRÁNDIZ SÁNCHEZ Y CARLOS FERRER GARCÍA
del valor añadido que posee la ruina en el imaginario colectivo, el interés por
conservarla “inalterada” sea más relevante en su gestión que las decisiones
para hacerlos accesibles, o su valor arqueológico y didáctico. Es cierto que la
ruina como tal, el resultado de la historia sobre una obra humana, está llena
de significados como el paso del tiempo, el esplendor del pasado y la inevitable decadencia, y que por ello tiene un valor emotivo que no podemos dejar
de valorar en la transmisión de nuestros mensajes; pero, ¿es legítimo tratar
todos los restos como ruinas? Los yacimientos excavados y consolidados son
el resultado de una intervención arqueológica, ¿por qué, pues, nuestro empeño en que conserven el aspecto del final de este proceso? Si conocemos el
contexto, ¿no estaríamos en ese caso legitimados a poner en primer lugar la
necesidad de comunicar el pasado y la ciencia arqueológica con honestidad?
Es cierto que intervenir en un yacimiento arqueológico puede hacer que éste
sea más expresión del presente que del pasado (v. p. 134), pero ¿cuándo la
historia y la arqueología han dejado de serlo? Reconocer este hecho está en la
base del pensamiento crítico en arqueología y en la difusión del patrimonio.
La didáctica es, además de una vía de comunicación en el museo, una de
sus principales funciones. Pilar Sada defiende que la historia tiene valor educativo en cuanto que tiene la capacidad de modificar la forma de pensar y de
comportarse, y en cuanto que permite la transmisión de la ciencia y su método,
pero también lo puede ser en la transmisión de valores para la ciudadanía (v.
p. 154 y 155). Ya se ha señalado que la historia aborda el estudio del ser humano
de forma global; es pues posible poner en evidencia las estructuras de poder
(dentro de las familias, entre géneros, entre grupos sociales), que tanto en el
pasado como en el presente articulan, pero al tiempo constriñen, a la sociedad.
Los públicos son variados, como variadas son las circunstancias sociales,
culturales y económicas de la comunidad. Ya ha quedado dicho que el patrimonio existe en cuanto que pertenece y sirve a una comunidad. ¿Qué sucede
con los que no perciben el pasado como valor, o con la mayoría de personas
que no lo conocen ni desean conocerlo? Si queremos acceder a ellos debemos
multiplicar los lenguajes e integrar a especialistas en la comunicación y la
didáctica en el proceso.
Ya expusimos que el visitante debe pasar de ser un sujeto pasivo a un agente activo. La expresión más clara e imperativa de esta necesidad son las relaciones con las comunidades locales que, entendemos, es un sector de los
públicos singularmente importante. Es particularmente necesario intensifi-
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
car las relaciones en la gestión del patrimonio in situ con la comunidad legítimamente depositaria, con los “otros” propietarios y beneficiarios. Existen
muchos agentes interesados en participar en la gestión de este patrimonio,
sobre todo por ser un recurso potencialmente valioso para la economía local.
El museo puede asumir modelos de gestión más democráticos, en los que
cada agente sea corresponsable de la conservación, gestión y difusión, donde
el museo se arrogue el papel de moderador que articule todos los intereses
legítimos que en torno a él surgen. Así y de nuevo, el científico abandona
voluntariamente el centro de la construcción del pasado para enriquecer el
proceso y a la sociedad. Él y el museo, en su vínculo con el territorio, pueden
ejercer así un papel de agente de transformación y desarrollo para la comunidad.
Pero existen otras formas de corresponsabilizar a los públicos. El mero
hecho de que en nuestra estrategia de comunicación, a través de las exposiciones y la didáctica, se haga hincapié en cómo sabemos lo que sabemos y en
cuáles son los límites del conocimiento científico, permite relacionarse con
los públicos dando herramientas para la reflexión. Otra gran vía de participación es la del diálogo, la accesibilidad integral a través de la diversidad, la
flexibilidad y la activación de distintos niveles divulgativos. Crear espacios
para que la voz de los visitantes sea oída y tenga una respuesta, dando lugar
a nuevos discursos. En este marco, las políticas de calidad e Internet, la web
2.0 y la web social, son instrumentos óptimos que pueden favorecer el acceso
físico e intelectual al museo, la divulgación de contenidos, el establecimiento
de relaciones y la implicación de los usuarios en la vida de éste.
Es difícil de predecir el futuro, pero es innegable que la gestión del patrimonio, como la de otros sectores de la cultura, se va a ver afectada de alguna
manera por los cambios sociales, tecnológicos y económicos del mundo contemporáneo. Desde estas premisas, estas páginas finales han sido, más que
unas conclusiones, una aproximación personal desde la experiencia práctica
de nuestros proyectos y nuestra reflexión a la luz de lo expuesto en los capítulos precedentes. No hemos pretendido dictar preceptos. Sólo someter al
debate nuestro trabajo cotidiano y las formas posibles de abordarlo.
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LA GESTIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO
DESDE UN PARADIGMA CRÍTICO
Jaime Vives-Ferrándiz Sánchez y Carlos Ferrer García
La arqueología ha vivido en los últimos decenios cambios que la acercan a
una práctica crítica, comprometida con los objetos que estudia, la historia
en la que se enmarca y la comunidad que le da valor. Como sucede con
otras ciencias sociales, esta (nueva) arqueología se ha ido desprendiendo
de la pretendida y peligrosa asepsia de la objetividad científica. Su ejercicio conlleva una ineludible responsabilidad social sobre la base, entre
otros conceptos, de la democracia cultural y del sentido crítico que otorga
el acceso al conocimiento. Particularmente al conocimiento histórico que
enriquece y aporta herramientas y capacidades para entender la realidad.
De estos cambios surge un nuevo marco de relaciones entre los agentes
de la cultura que exige nuevas formas de abordar nuestro trabajo. Los organizadores de las jornadas que han dado lugar a este libro somos trabajadores
de un museo arqueológico fundado hace más de ochenta años cuya labor
ha corrido paralela al signo de los tiempos, indisociable del contexto social
en el que se desarrolla el trabajo: desde el elitismo de la conservación y la
investigación dirigida a unos pocos –porque solo unos pocos consumían arqueología o patrimonio- a la apertura a la sociedad, bajo la forma de museo y
yacimientos abiertos al público. Pero el proceso de transformación prosigue,
como lo hace la sociedad. Creemos en la necesidad de reflexionar y debatir
sobre las relaciones entre la sociedad y la arqueología, entre el patrimonio,
los museos y el territorio. Estas relaciones cambiantes no se pueden ignorar y
demandan un posicionamiento ético, definido y firme con la cultura material
y con la sociedad.
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ARQUEOLOGÍA Y SOCIEDAD. ¿DE QUIÉN ES EL PATRIMONIO?
Partimos del reconocimiento de que la arqueología es parte de la historia y
una práctica intelectual en la que el investigador es una variable importante.
Los valores y la subjetividad del investigador se enmarañan, primero, con sus
hipótesis de trabajo y luego con su discurso. Es imposible producir nada fuera
del contexto político e histórico en que se sitúa el profesional. Su agenda de investigación está mediada, en un grado alto, por su posición social, los tiempos
en que ha vivido y sus intereses. No ser consciente de ello convierte al arqueólogo en un transmisor acrítico de los valores de los dominantes (que normalmente no coinciden con los de la mayor parte de la gente), y que, por tanto,
contribuye a la perpetuación de un sistema de pensamiento conservador. De
ahí la importancia de que el investigador se reconozca como variable y asuma
su responsabilidad en la transmisión de valores como el rigor, la autenticidad,
la coherencia y la honestidad, a través del respeto a la cultura y a la comunidad.
Es pertinente enmarcar esta visión de la arqueología en un movimiento más
amplio de la sociología de la ciencia, que es crítico con una visión externalista
de la práctica científica y adopta, en cambio, una visión internalista de la disciplina. Según esta última perspectiva la ciencia no está al margen de la realidad y
el proceso de conocimiento no sigue una evolución lineal hacia la verdad. Esta
corriente evalúa la legitimidad que tienen las afirmaciones científicas en cada
momento, lo que coloca al analista, al observador, al científico, en el mismo
campo de análisis de la disciplina (y no fuera) y su objetivo es explorar cuáles
son las posibilidades de acción y de aceptación de cada discurso dentro de ella.
Volviendo al patrimonio arqueológico, está compuesto por la cultura
material del pasado (remoto o reciente), sustanciada a través de relaciones
de poder. El patrimonio no es sólo el pasado materializado; son procesos y
relaciones entre el presente y el pasado y entre la gente del presente. En el
caso de la historia, los intereses de todos los grupos implicados en la descripción, uso y control del pasado deben ser puestos de manifiesto ya que
ante una interpretación hay que analizar qué historia se cuenta (y cuál no),
quién se representa (y a quién no) y qué memoria se transmite (y cuál se
silencia). De hecho, el patrimonio habla de la selección de un pasado y de
las relaciones entre los grupos de interés que conlleva la imposición de una
visión hegemónica de éste y de la práctica arqueológica. En cierta manera,
en el patrimonio arqueológico están materializadas las relaciones de poder
en base a apropiaciones y ordenaciones del relato de los orígenes.
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
Por ejemplo, en arqueología el protagonismo lo ha tenido tradicionalmente
el discurso unidireccional del investigador, pero la gestión del patrimonio debe
dirigirse hacia una interacción de los profesionales con otros agentes y con los
públicos de la arqueología (v. p. 136 de este libro). No hay patrimonio sin sociedad que otorgue valor a unos objetos o prácticas como tal. No lo hay, pues, sin
público, sin receptores, ni actores. Ello relativiza el papel del experto, en este
caso el arqueólogo, como único responsable en la construcción del patrimonio,
ya que se pone de manifiesto que está inmerso en el mismo proceso de generación y consumo de conocimiento. Así pues, aquel patrimonio que identifica
y cohesiona una comunidad es una construcción compleja en la que participa
el pasado materializado en los objetos, desde una semilla hasta una tumba o
un palacio, el colectivo de expertos que lo investiga y gestiona, y la sociedad a
la que pertenecemos y en la que desarrollamos nuestras relaciones laborales.
El discurso sobre el pasado puede acentuar los elementos que nos identifican y cohesionan como grupo al compartir un pasado común. Puede también convertirse en un instrumento de coerción simbólica que preserva y legitima estructuras sociales injustas. Pero, desde un enfoque crítico, creemos
que la arqueología debe ser, ante todo, un instrumento para la reflexión y
la acción social en varias esferas, desde la transformación del pensamiento
(educación) hasta cuestionar el presente. Por un lado, y como parte del estudio de la historia, la arqueología nos abre la puerta a otros modos de hacer las
cosas, y al hecho de que otras realidades sociales han existido antes y de que
ninguna es inmutable. Puede darnos las herramientas para cuestionar el presente, que es resultado de un proceso no casual. También puede relativizar el
lugar de la sociedad occidental en el mundo (v. p. 7 ss.) o el de nuestra propia
experiencia como individuos y concluir que, como dijo P. Bourdieu, el sentido
común es el menos común de los sentidos. En definitiva, nos permite adoptar
una postura crítica ante nuestro entorno social, cultural y económico. Paralelamente, la arqueología puede ser una ventana a las experiencias humanas
silenciadas de las grandes narraciones históricas al ser una disciplina histórica que trata con una documentación particular: materiales mundanos, cosas destinadas al olvido, deshechos que no han preocupado a nadie (de otra
manera nunca se habrían convertido en registro arqueológico). Y finalmente,
aunque no menos importante por ello, la arqueología permite reflexionar sobre los límites del conocimiento y del método científico (v. p. 142 y 147-150).
La dimensión material del trabajo arqueológico es un magnífico recurso di-
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dáctico para tratar estos temas por la importancia de las condiciones materiales en todas las experiencias del ser humano. Es por ello un instrumento
útil para la educación, lo que viene a su vez a reforzar el desarrollo del sentido
crítico (v. p. 154).
Escoger temas de creciente interés social o contrahegemónicos como objeto de atención es un modo de abordar el trabajo arqueológico desde un enfoque crítico. Es obvio que es muy diferente construir un discurso histórico
desde un paradigma que privilegie la estabilidad social que hacerlo desde la
idea de que las culturas no son homogéneas y están mediadas por relaciones
de poder. En este sentido, el género o los movimientos de población son dos
temas estrella de nuevas miradas al pasado. Para el primero, es indiscutible
el protagonismo que, en las últimas décadas, tienen los estudios de género
en las ciencias sociales y, particularmente, los estudios sobre las mujeres.
En este caso se hace evidente la estrecha relación entre presente y pasado:
desentrañar los procesos a través de los cuales se construyen roles y, sobre
todo, hacer presente a las mujeres en las narrativas sobre el pasado, en concordancia con la atención que tienen en el mundo contemporáneo. Lo mismo sucede con otros estudios más recientes que estudian otros géneros más
allá de la heteronormatividad. En cuanto a los movimientos de gente, que
haya un interés creciente por las experiencias migratorias y la interacción
cultural en el pasado no es casual. La transformación social a raíz de las,
cada vez más intensas, dinámicas migratorias del mundo contemporáneo
alimenta sin duda nuestra mirada al ayer, porque abre la puerta a cuestionar
qué pasó en otros casos históricos y cómo la gente se enfrentó a estas situaciones o como construyó materialmente su universo al desplazarse de un lugar a otro. Se trata de no olvidar que el pasado y el presente están asociados.
Pero, ¿qué lugar ocupa realmente este interés social por el pasado en la
sociedad contemporánea? Ruiz Zapatero argumenta que aún hay pocos estudios para valorar hasta qué punto seduce, despierta curiosidad, parece interesante o es divertido, o tiene reconocimiento social, etc. Pero su presencia
es creciente en el espacio público, así lo vemos en las innumerables novelas,
películas, revistas, ensayos o documentales que abordan el tema (v.p.32). Hay
un valioso potencial, la audiencia está escuchando, los receptores están dispuestos. Pero con todo, la comunicación es difícil. Un gran problema es que
no conocemos apenas qué piensa la gente de la arqueología (v. p. 42 y 44-55).
Es necesario pues aproximarse a la variable públicos, en plural, tan intensa-
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
mente como a los objetos. Así, a partir de este conocimiento crear mensajes
adecuados y adaptados a cada segmento social. Surge así la necesaria pluridisciplinariedad que integra a diversos profesionales, entre ellos el arqueólogo, en el trabajo de comunicar el pasado.
EL MUSEO ARQUEOLÓGICO. UN ESPACIO PARA COMPARTIR
En este panorama, el museo arqueológico es un espacio de encuentro donde
la sociedad interactúa con el pasado. No es el único. Hay otros lugares donde
esta conexión con el pasado, remoto o presente, también se da y cuya valoración adquiere la forma de memoria social, de cartografía mental del tiempo.
Pensemos en los monumentos públicos o en quien cree cada persona o colectivo que son sus antepasados. Nosotros nos centraremos aquí en el papel
del museo arqueológico, que es donde desarrollamos nuestro trabajo, como
institución donde se ordena, conserva e investigan retales del pasado en forma
de objetos que se presentan como una narración para la comunidad. Ello exige
ser consciente de la responsabilidad de los valores transmitidos en mensajes
y discursos que se fundamenten en decisiones éticas bien definidas porque se
puede contribuir a la transformación de conciencias y de pensamientos.
En el camino hacia una arqueología como acción social frente a aquella
encriptada en sí misma, el museo ocupa una posición privilegiada por su relación cotidiana con los públicos, más sin duda que otras instituciones, como
la propia universidad, o los entes gestores administrativos. El museo es la
sede del patrimonio, donde las relaciones que le dan forma se sustancian (v.
p. 79). Es un órgano cultural de la comunidad y sus trabajadores son agentes
culturales en cuanto que tienen capacidad de transformación de la sociedad.
Con todo, no es un centro cultural al uso, ya que su función está íntimamente
relacionada con la cultura material que preserva y difunde. Pero nada más
lejos de nuestra visión que la del modelo de museo como almacén, como sede
de los objetos descontextualizados y sacralizados, que carece de compromiso
con la sociedad, y que transmite una historia “aséptica”, conservadora, que la
adormece. No por ello quedan desechadas o postergadas las funciones que
siempre lo han caracterizado: la conservación y el estudio de los elementos
patrimoniales. Antes de comunicar es importante tener algo que comunicar,
y ser riguroso con el conocimiento o el estado de la cuestión sobre un asunto.
Para ello es fundamental la investigación. Es aquí donde los conservadores de
museo adquieren su función en la construcción del patrimonio.
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A pesar de los cambios, todavía hoy muy frecuentemente el patrimonio
arqueológico sigue estando en manos solo de expertos. Pero si el patrimonio se define a partir del valor otorgado por la sociedad, no cabe más que la
corresponsabilidad. De hecho, el vínculo con la sociedad legitima al museo
liberándolo de uno de sus pecados: el del sometimiento al poder cuya expresión más obvia y actual es su instrumentalización por parte de las clases
dirigentes en forma de intervenciones “modernizadoras”, de gran coste, que
han convertido a algunos museos en fachadas, hitos, mausoleos en honor del
político de turno. No estamos diciendo que la política quede al margen de las
decisiones sobre el patrimonio. De hecho, defendemos la necesidad de tener
una política de acción definida respecto al patrimonio. Nos referimos a que
la sumisión al poder desvirtúa completamente el sentido de un trabajo en el
museo comprometido con la historia ya que niega la posibilidad de construir
discursos contrahegemónicos. Podemos considerar esta falta como un pecado original, ya que todos los museos han nacido en mayor o menor medida
con este estigma, pero ello no es óbice para superarlo, y es particularmente
sencillo cuando se trata de museos con una larga historia.
Ya hemos señalado que el museo lo es en tanto que utiliza el objeto, la
cultura material, como instrumento que materializa la historia y construye el
patrimonio. Como subraya Ballart en su reflexión, los objetos son emisarios
y viajeros del tiempo (v. p. 104), testigos de su uso por parte de las personas
que los crearon y por parte de los que las usan en la sociedad contemporánea.
Los atributos de belleza o rareza que otorgamos a algunos objetos sin duda
les confieren valor añadido, pero cabe destacar que el objeto de museo tiene
valor en cuanto que es producto de la creación humana. Es interesante ver
cómo la consideración de patrimonio está imbuida de valor, y por ello es contingente, cambiando con el tiempo. Consideremos, por ejemplo, los restos
bioarqueológicos, obviados tradicionalmente de muchas narrativas históricas, e ignorados –y esto es más grave– en los protocolos de excavación como
cultura material a documentar y a conservar.
El valor del objeto para un arqueólogo se acrecienta enormemente si se
conoce el contexto de procedencia, de donde se obtiene mucha información,
se establecen asociaciones y relaciones espacio-temporales entre los objetos,
en secuencias históricas. La mayor parte de las colecciones del Museu de Prehistòria han procedido, desde su fundación, de trabajos de campo de sus propios miembros, lo que confiere un valor añadido a sus colecciones. Se pensó
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
así ya en 1927, lo cual es una concepción de museo ciertamente de vanguardia
para aquellos años. El valor añadido de sus colecciones también reside en la
continuidad de la investigación que hoy en día se desarrolla en el museo en
algunos de los proyectos abiertos entonces (por ejemplo, en la Bastida de les
Alcusses o en la Cova del Parpalló).
Dejando claro que el contexto lo es todo para la arqueología, podríamos
estar de acuerdo en que ya pasó el tiempo de los gabinetes de curiosidades.
Los anticuarios, las galerías y los museos de arte tienen una función ajena a la
del museo que aquí defendemos. Desde esta perspectiva no tiene sentido adquirir objetos no contextualizados, ni mucho menos aquellos envueltos en la
grave duda del expolio o en la sombra del comercio de antigüedades. No sólo
por no ser respetuoso con esos mismos objetos ni con sus legítimos depositarios, sino por fundamentarse en una práctica ajena a la responsabilidad que
los profesionales del museo tienen con el patrimonio y el registro arqueológico, y por contribuir indirectamente al ciclo de destrucción de los yacimientos.
La exhibición del objeto es la forma por excelencia que tiene el museo para
comunicar conocimiento. No es la única, pero es la que uno espera al entrar a
un museo: ver cosas del pasado. Lo que ocurre es que existe la propensión a aislar el objeto, a sacralizarlo, a través de una ambientación y distancia: no puede
separarse tanto del visitante que no pueda acceder a información relevante. No
debemos renunciar a comunicar a través de todas las “sensaciones” que transmiten los objetos (olor, sonido, tacto, sabor). A uno de nosotros le instruyeron
con percepciones sensoriales, altamente subjetivas, durante los primeros años
en que se formaba como arqueólogo. No era raro oír que la cerámica ibérica
tiene un característico “sonido metálico” para distinguirla de otras cerámicas; o
que algunas producciones de barniz negro se reconocen por el “tacto jabonoso”
de su barniz; o que ciertas cerámicas romanas tienen la superficie rugosa como
la “piel de naranja”. Si la subjetividad que nos transmiten los sentidos funciona
en la esfera del inventario ¿por qué no lo va a hacer con los visitantes? ¿Por qué
no dejar que los objetos transmitan sensaciones físicas poderosísimas? Esto
no se puede hacer con todos los objetos, obviamente, pero los depósitos de los
museos están llenos de fragmentos y piezas que pueden ser tocados sin riesgo
a perderlos del elenco de bienes muebles del patrimonio.
Los museos de sitio, los yacimientos arqueológicos visitables, son también cultura material y de igual modo se ven afectados por el desarrollo de
modelos de presentación inconsistentes. Es frecuente que, como resultado
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del valor añadido que posee la ruina en el imaginario colectivo, el interés por
conservarla “inalterada” sea más relevante en su gestión que las decisiones
para hacerlos accesibles, o su valor arqueológico y didáctico. Es cierto que la
ruina como tal, el resultado de la historia sobre una obra humana, está llena
de significados como el paso del tiempo, el esplendor del pasado y la inevitable decadencia, y que por ello tiene un valor emotivo que no podemos dejar
de valorar en la transmisión de nuestros mensajes; pero, ¿es legítimo tratar
todos los restos como ruinas? Los yacimientos excavados y consolidados son
el resultado de una intervención arqueológica, ¿por qué, pues, nuestro empeño en que conserven el aspecto del final de este proceso? Si conocemos el
contexto, ¿no estaríamos en ese caso legitimados a poner en primer lugar la
necesidad de comunicar el pasado y la ciencia arqueológica con honestidad?
Es cierto que intervenir en un yacimiento arqueológico puede hacer que éste
sea más expresión del presente que del pasado (v. p. 134), pero ¿cuándo la
historia y la arqueología han dejado de serlo? Reconocer este hecho está en la
base del pensamiento crítico en arqueología y en la difusión del patrimonio.
La didáctica es, además de una vía de comunicación en el museo, una de
sus principales funciones. Pilar Sada defiende que la historia tiene valor educativo en cuanto que tiene la capacidad de modificar la forma de pensar y de
comportarse, y en cuanto que permite la transmisión de la ciencia y su método,
pero también lo puede ser en la transmisión de valores para la ciudadanía (v.
p. 154 y 155). Ya se ha señalado que la historia aborda el estudio del ser humano
de forma global; es pues posible poner en evidencia las estructuras de poder
(dentro de las familias, entre géneros, entre grupos sociales), que tanto en el
pasado como en el presente articulan, pero al tiempo constriñen, a la sociedad.
Los públicos son variados, como variadas son las circunstancias sociales,
culturales y económicas de la comunidad. Ya ha quedado dicho que el patrimonio existe en cuanto que pertenece y sirve a una comunidad. ¿Qué sucede
con los que no perciben el pasado como valor, o con la mayoría de personas
que no lo conocen ni desean conocerlo? Si queremos acceder a ellos debemos
multiplicar los lenguajes e integrar a especialistas en la comunicación y la
didáctica en el proceso.
Ya expusimos que el visitante debe pasar de ser un sujeto pasivo a un agente activo. La expresión más clara e imperativa de esta necesidad son las relaciones con las comunidades locales que, entendemos, es un sector de los
públicos singularmente importante. Es particularmente necesario intensifi-
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La gestión del patrimonio arqueológico desde un paradigma crítico
car las relaciones en la gestión del patrimonio in situ con la comunidad legítimamente depositaria, con los “otros” propietarios y beneficiarios. Existen
muchos agentes interesados en participar en la gestión de este patrimonio,
sobre todo por ser un recurso potencialmente valioso para la economía local.
El museo puede asumir modelos de gestión más democráticos, en los que
cada agente sea corresponsable de la conservación, gestión y difusión, donde
el museo se arrogue el papel de moderador que articule todos los intereses
legítimos que en torno a él surgen. Así y de nuevo, el científico abandona
voluntariamente el centro de la construcción del pasado para enriquecer el
proceso y a la sociedad. Él y el museo, en su vínculo con el territorio, pueden
ejercer así un papel de agente de transformación y desarrollo para la comunidad.
Pero existen otras formas de corresponsabilizar a los públicos. El mero
hecho de que en nuestra estrategia de comunicación, a través de las exposiciones y la didáctica, se haga hincapié en cómo sabemos lo que sabemos y en
cuáles son los límites del conocimiento científico, permite relacionarse con
los públicos dando herramientas para la reflexión. Otra gran vía de participación es la del diálogo, la accesibilidad integral a través de la diversidad, la
flexibilidad y la activación de distintos niveles divulgativos. Crear espacios
para que la voz de los visitantes sea oída y tenga una respuesta, dando lugar
a nuevos discursos. En este marco, las políticas de calidad e Internet, la web
2.0 y la web social, son instrumentos óptimos que pueden favorecer el acceso
físico e intelectual al museo, la divulgación de contenidos, el establecimiento
de relaciones y la implicación de los usuarios en la vida de éste.
Es difícil de predecir el futuro, pero es innegable que la gestión del patrimonio, como la de otros sectores de la cultura, se va a ver afectada de alguna
manera por los cambios sociales, tecnológicos y económicos del mundo contemporáneo. Desde estas premisas, estas páginas finales han sido, más que
unas conclusiones, una aproximación personal desde la experiencia práctica
de nuestros proyectos y nuestra reflexión a la luz de lo expuesto en los capítulos precedentes. No hemos pretendido dictar preceptos. Sólo someter al
debate nuestro trabajo cotidiano y las formas posibles de abordarlo.
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